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viernes, 15 de marzo de 2013

CULTURA, PASADO Y PRESENTE DE LOS "MENSAJES DE BOTELLA"

Por supuesto, la gente ha estado poniendo mensajes en botellas desde mucho antes que 98 años:
Alrededor del 310 a.C., el filósofo griego Teofrasto echó al mar botellas selladas para demostrar que el Mediterráneo estaba formado de flujos del Atlántico (no hay ningún registro de que alguna vez haya recibido respuesta).

En el siglo XVI, la reina de Inglaterra Isabel I – pensando que algunas botellas podían contener mensajes secretos enviados al país por espías o flotas británicas – designó un “Descorchador de Botellas del Océano”, convirtiendo en crimen capital que alguien abriera una.
Cristóbal Colón estaba a punto de volver de su primer viaje a América cuando se topó con una tempestad. Olas tamaño tsunami hacían que sus naves se balancearan como cáscaras de nuez, y tuvo que arriar las velas para que el viento no las despedazara. A pocas millas del retorno, la borrasca lo tenía prisionero. Para colmo su tripulación –que en estas ocasiones siempre iba para atrás– se consideraba “abandonada por la Providencia”. Y así es que en la bitácora del capitán la entrada correspondiente al 14 de febrero de 1493 abre un resquicio para espiar aquella escena que chorrea lluvia y tonos grises: “Esta noche creció el viento y las olas eran espantables, contraria una de otra, que cruzaban y embarcaban al navío que no podía pasar adelante ni salir de entre medias velas y quebraban en él. Ninguno de los marineros pensaba escapar, teniéndose todos por perdidos...”.
Colón, se sabe, chapuceaba en lo que algunos bautizaron “idioma levantisco”, la jerga que utilizaron muchos navegantes de su generación y que le da un matiz particular a sus notas. Batido por embates “que ponían en gran riesgo y despertaba el miedo”, el genovés se quemaba los sesos imaginando el método para contarle a la Corona lo que había encontrado en su expedición al Oeste. Después de todo, sospechaba haber estado en el Paraíso. Tenía que idear un medio para comunicar la novedad.
De hecho el diario de Colón –según una copia que hizo Fray Bartolomé de las Casas– relata que en medio de ráfagas huracanadas el hombre “tomó un pergamino y escribió en él todo lo que pudo de lo que había hallado, rogando mucho a quien lo hallase que se lo llevase a los Reyes”. A este pergamino lo “envolvió en un paño ençerado, atado muy bien, y mandó traer un gran barril de madera, y lo colocó en él sin que ninguna persona supiera qué era y luego lo mandó echar a la mar...”.
El Almirante recién pudo echar una siestecita, dos días después. Los párrafos del 17 de febrero afirman que esa noche reposó; “porque desde el catorce no había podido dormir, y estaba muy tullido de las piernas por estar siempre desabrigado al frío y al agua y por el poco comer”. Con los primeros rayos de sol, los marineros divisaron las Islas Azores, señal de que pronto pisarían tierra firme. El barril no apareció nunca.
Y en el siglo XVIII, Chunosuke Matsuyama, un cazador de tesoros de Japón, naufragó en una isla del Pacífico Sur junto con 43 marinos; talló un mensaje en madera de palmera, lo metió en una botella y lo puso a la deriva. Fue encontrada en 1935 – supuestamente en la misma villa donde nació Matsuyama.
En el siglo XX, soldados de la Primera Guerra Mundial cuya suerte estaba echada usaron botellas para enviar un último mensaje a sus seres queridos. Y en 1915, un pasajero de un Lusitania torpedeado lanzó una nota conmovedora que según un informe decía: “Todavía en la cubierta con algunas personas. Los últimos botes se han ido. Nos estamos hundiendo rápido. Algunos hombres que están cerca de mí oran con un sacerdote. El final está cerca”.
 “A principios del siglo pasado las botellas a la deriva daban a los oceanógrafos información importante que les permitía darse una imagen de los patrones de circulación del agua en los mares de alrededor de Escocia”, explicó Bill Turrel, de Marine Scotland Science, a través de una declaración.
Actualmente, las botellas a la deriva siguen siendo utilizadas por los oceanógrafos que estudian corrientes globales. Eddy Carmack, investigador climatológico del canadiense Instituto de Ciencias Oceánicas, inició en 2000 el Proyecto Botellas a la Deriva, inicialmente para estudiar las corrientes alrededor del norte de Norteamérica.
En los últimos 12 años, él y sus colegas han lanzado alrededor de 6,400 mensajes embotellados desde barcos de todo el mundo. De éstos, un total de 264 – aproximadamente 4 por ciento – han sido encontrados e informados.
“Estas botellas han seguido algunos caminos increíbles”, dice Carmack.
Tres que fueron dejadas en el mar de Beaufort, arriba del norte de Alaska y al noroeste de Canadá, se congelaron en hielo marino, señala. Cinco años después, el derretimiento del hielo polar empujó las botellas hasta el norte de Europa. Otra botella dio la vuelta a la Antártica 1.5 veces antes de terminar en la isla australiana de Tasmania. Algunas han logrado llegar desde México hasta Filipinas. Y otras han demostrado que derrames petroleros y escombros del desarrollo en los canadienses mar de Labrador y bahía Baffin podrían terminar en playas irlandesas, francesas escocesas y noruegas.
Pero el proyecto involucra otras cosas además de la ciencia, considera Carmack. “Lo principal sobre este estudio es que conecta a la gente con las corrientes del océano”, subraya. “Descubrimos que sólo estamos a una botella de nuestros vecinos en todo el mundo”, apunta.
¿Quién escribe los mensajes de botella? ¿Qué dicen? ¿Qué tipo de gente los responde? ¿Cuánto pasan en el anonimato? Cada pregunta admite tantas respuestas como remitentes existan. Por lo pronto, la primera certeza es que ni siquiera hace falta una botella.

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