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sábado, 8 de enero de 2011

COMPARTIR EL ESPEJO - BESOS EN EL ESPEJO

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"¿Quién no es juguete del deseo de los otros?
Y, sobre todo, ¿quién no goza siéndolo?"
Ana Clavel


COMPARTIR EL ESPEJO

Muebles que empiezan a reconocer el lugar... y el lugar a ellos; la casa respira más gente y el aire desprende más calidez. Se acerca el mes de junio y queda atrás un calendario de transformaciones, estoicas insistencias y trémulos intentos. Hoy... el movimiento inquieto de la acomodación y la readaptación. Mañana... la esperanza.

Es difícil hablar de compartir espejos y sobre todo, una cama. Hay muchas cosas que se quedarían sin decir si cuento lo que tengo ganas de expresar porque ni un millón de palabras podrían demostrar lo que hoy siente mi pecho en sus paredes interiores, lo que percibe mi mente calma como un remanso, o mis pies cansados de caminar pero con cicatrices de experiencia y durezas de tesón... Es difícil hablar de la felicidad porque muchas veces hasta uno mismo duda de si es esto o si falta para que se le acerque.

Así que simplemente voy a hablar de soledades compartidas, de fe y de lucha. De compañía única e irremplazable, y de mucho AMOR. De adicciones de mimos, de miradas encontradas con más frecuencia y de AMOR, mucho AMOR...

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BESOS EN EL ESPEJO

Una excelente narración de las circunstancias y sentimientos del primer beso.

Durante meses imaginé cómo sería. Lucía, mi mejor amiga y la más informada en cuestiones de amor, nos decía: “Es como apoyar los labios en una babosa. Se siente húmedo y blandito”. “¿Qué tendrá eso de lindo?”, pensaba yo. “Al principio no te acostumbrás ni practicando con el espejo, pero después termina gustándote”, decía Lucía.

Yo observaba a los chicos que se besaban en la plaza. Me interesaba más la expresión de las chicas, porque creía que los varones eran diferentes. Tal vez a ellos sí les agradaba pegar sus labios en una babosa.

El asunto me inquietaba demasiado, y las explicaciones de Lucía me resultaban confusas y algo asquerosas. De todos modos, los besos estaban absolutamente prohibidos por orden de papá.

De puro zonza le conté a mamá que Argenis se me había declarado. “¡Qué bueno!”, exclamó abrazándome; sabía cuánto me gustaba ese rubioo petiso y tímido. Me gustaba mucho, muchísimo. Y sólo a mí; las demás chicas del grado se peleaban por Lucas, un morocho alto y flaco.

Argenis era tan inteligente como testarudo. Cuando en una prueba no le salía un ejercicio se desesperaba: la cara se le hinchaba de furia, hasta que, desconsolado, estallaba en un llanto mudo sobre el pupitre. En esos momentos me daba cuenta de cuánto me gustaba. Deseaba correr a su lado, abrazarlo y susurrarle al oído “Tranquilizáte, hacélo despacio y te va a salir”, como me decían en casa cuando luchaba con la tarea. Pero era imposible con toda la clase mirando. Y además, en las pruebas no podíamos levantarnos ni hablar con los compañeros.

Pero Argenis siempre parecía mirar a otras compañeras. Hasta que en séptimo grado, finalmente, se fijó en mí. No sé por qué, tal vez porque ya no era una nena. Me sentía diferente; mi cuerpo cambiaba más rápido que mi cabeza. Seguía jugando a las muñecas, pero también pasaba largos ratos frente al espejo, observando mis pechos, como si no fueran propios. Me fascinaban, y a la vez me perturbaban. Sobre todo, me avergonzaba la mirada de los chicos. Me acostumbré a llevar las manos metidas en los bolsillos del delantal, estirando la tela para separarla de mi cuerpo y parecer más chata. Lo peor de todo eran las clases de Educación Física, porque debíamos quitarnos el guardapolvo. Por suerte, no era la única mutante. Y aunque había que soportar las cargadas de los varones también me agradaba dejar de ser una nena.

Lo cierto es que en décimo grado, Argenis y yo nos hicimos muy amigos. Ambos cantábamos en el coro de la escuela, que se reunía por la tarde. A la salida recorríamos juntos un par de cuadras, hasta que los caminos nos separaban. Enseguida advertí que Argenis no era igual a los demás varones. Podíamos conversar de música, de experimentos, de historias de terror, y hasta nos prestamos algunos libros de cuentos.

Un día, la profe del coro me eligió junto con otras chicas para cantar como solistas en el acto de fin de año. Me sentí feliz y orgullosa de que Argenis presenciara ese momento. A la clase siguiente vino a escucharnos la vicedirectora, una mujer obesa que usaba peluca y decía ser cantante lírica. Nos hizo pasar al piano de a una. Finalmente, nos dejó afuera a mí y a otra compañera: “la voz suena para adentro “, determinó. Yo no comprendí su comentario y pensé en abandonar el coro.

Un par de semanas después, nos llevaron a conocer el Teatro Colón, y presenciamos el ensayo de una ópera. Nos ubicamos en los palcos laterales, en unos sillones forrados en terciopelo bordó. Yo estaba fascinada, observaba el escenario e imaginaba la emoción que causaría cantar frente a un teatro tan inmenso y hermoso. Entonces Argenis se acercó y me susurró al oído: “No le hagas caso a la gorda. A mí me gustaría escucharte cantar”.

Y un buen día, se me declaró. Yo creí que jamás lo haría, pero ocurrió: “¿Querés ser mi novia?”, me preguntó justo antes de que sonara el timbre del último recreo. A mí me gustaba tanto que hasta le habría prometido casarme con él. Sin embargo, traté de disimular la emoción que me apretaba el estómago, y sólo contesté: “Sí”. Pero el sonido del timbre tapó mi respuesta. Argenis me miró sin animarse a preguntar nuevamente. Me acerqué y tomé su mano. “Bueno, entonces somos novios”, dijo, y los dos sonreímos.

Apenas llegué a casa, se lo conté a mamá. Ella me abrazó emocionada y se puso a recordar sus primeros noviecitos. Yo la interrumpí y le hice prometer que no se lo contaría a papá, ni a Marcelo, uno de mis hermanos mayores.

Pero esa misma noche, durante la cena, papá dijo muy serio: “Mamita, en esta casa no quiero problemas”. Como puse cara de no saber por qué lo decía, aclaró: “Nada de novios”. No me molestaron tanto las palabras de papá como la traición de mamá. Clavé mis ojos en los suyos con tal furia que temí lastimarla. Ella me guiñó un ojo, haciéndose la tonta. “Querido, no seas anticuado, tiene quince años. Novios… novios eran los de antes, cuando una se comprometía. Ahora los chicos son amigos, noviecitos”. Pero papá sentenció: “A el liceo se va a estudiar. Nada de novios ni de noviecitos”.

Desde ese momento no mencioné más el tema. Ni siquiera escribía en mi diario íntimo por temor a que mi otro hermano Wilfredo lo leyera. Cuando necesitaba escribir lo hacía en un papel que después rompía y arrojaba al inodoro. Las cañerías sabían todo sobre mi amor secreto: Que era Argenis y no Lucía quien me había regalado la muñequita que, sentada en una hamaca, colgaba sobre mi cama; que era Argenis el que me acompañaba hasta la esquina de casa cuando mi hermano se quedaba en el liceo hasta la tarde; que era Argenis el que convenció a la maestra para sentarse a mi lado. Que mis fines de semana se hacían eternos. Pero en casa ni una palabra; seguía siendo una buena chica.

“¿Me das un beso?”, me preguntó una mañana de invierno. “¿Acá?”, fue lo primero que se me ocurrió decir. “No, en el liceo no”. “No sé”, contesté.

Pasé varias tardes encerrada en el baño practicando. Pegaba la cara al espejo y refregaba la lengua sobre mi propia imagen hasta dejar el vidrio pegajoso.

Aún no me decidía cuando Lucía anunció que festejaría sus quince años con un asalto. Los chicos traerían bebidas y las chicas, comida. Íbamos a bailar con las luces apagadas, o lo más tenue que nos permitieran los adultos de la casa, que siempre andaban espiando.

Entonces Argenis puso fecha a su pedido: la fiesta de Lucía. Quería que esa noche nos besáramos por primera vez. Al principio, lo dijo tímidamente; luego, me lo recordaba cada vez que me veía, dando besos en el aire. Yo me sonrojaba y miraba para otro lado.

“Necesito algo nuevo para el cumple de Lucía”, le pedí a mamá. Fuimos a un negocio para adolescentes, aunque yo apenas tenía quince. Después de probarme y descartar una pila de ropa, encontré una pollera color lila que me enamoró. Mamá eligió una camisa blanca. ¡Quedaban perfectas! “Es un poco transparente”, opinó mamá, y le pidió a la vendedora un corpiño. “¡Mamá!”, exclamé ruborizada. “Bueno, ya es hora. Te vas a sentir más cómoda”. Y ahí estaba yo: en un negocio para adolescentes con una minifalda lila, una camisa transparente y un corpiño que no sabía cómo usar. “¿Te ayudo querida?”, preguntó la vendedora metiendo su cabeza a través de la cortina cuando aún estaba desnuda. Me sentí una idiota, pero valió la pena. Después de todo, como decía mamá, estábamos entre mujeres.

Llegó el día, un viernes frío de mayo. Luego de almorzar intenté sin éxito dormir la siesta. Sobre mi cabeza, la muñequita se balanceaba suavemente en su hamaca. “Que sí, que no”, pensaba mientras la miraba.

A las ocho en punto toqué el timbre de Lucía. Ella se veía hermosa y parecía más grande, con los aritos colgantes que le habían regalado sus papás. Me tomó de la mano y me llevó al comedor. La música sonaba fuerte y todos hablaban gritando. Bailé varios temas con mis amigas. Argenis me miraba pero no me invitaba a bailar. Hasta que los varones se apoderaron del equipo de música y pusieron canciones lentas. Varias parejitas poblaron la pista; sus cuerpos se balanceaban a los costados, torpemente.

Entonces, Argenis aprovechó el momento de intimidad, me tomó de la mano y me llevó al cuarto de Lucía. Nos escondimos entre las puertas abiertas del armario. El dormitorio estaba a oscuras, la música y las voces que llegaban desde el comedor parecían lejanas.

Estábamos uno frente al otro. El espejo del interior del armario reflejaba la imagen de Argenis de espaldas. Era bastante más alto que yo: mi cabeza apenas alcanzaba sus hombros. Yo en puntas de pie, él apoyó suavemente sus manos en mi espalda, acercó sus labios a los míos y los besó. Fue apenas un instante. Sus labios duros y cálidos no parecían babosas. Separó su cara sin dejar de abrazarme y me miró. Ambos sonreímos. “Otro”, susurró rompiendo el silencio.

El tiempo parecía detenido, la fiesta ausente, trasladada a otra parte. El cuarto de Lucía, donde tantas veces habíamos jugado, me resultaba extraño. Las muñecas que habían protagonizado historias de amor imaginarias se convertían ahora en testigos de mi propio juego.

“Otro”, suplicó Argenis como si pidiera el último caramelo. “¿Otro más?”, exclamé yo, que no sabía cuántos besos eran un beso. No pude resistir. Nuestros labios se aproximaron como si fueran labios sin dueño, solo labios.

De repente, la puerta del cuarto se abrió bruscamente y una voz familiar separó nuestros cuerpos. “¿Donde estás?”, gritó mi hermano.

Sin pensarlo, empujé a Argenis escondiéndolo en el armario, y salí a su encuentro.

“¿Qué hacés acá, nena?”, preguntó mientras encendía la luz. “Buscaba mi chaqueta”, contesté. “¡Esta fiesta es un plomo! Por fin me vienen a buscar”. “Bueno”, dijo él, “Apuráte que papá espera en doble fila”.

Me puse la chaqueta, apagué la luz y salí del cuarto en silencio, como si allí no hubiera nadie. En el pasillo miré el reflejo de mi rostro en el espejo. Seguramente ellos no se darían cuenta.

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